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Torá en Español

Old Hebrew Prayer Book

Shabat Zajor y Purim

No ver para creer

Durante mucho tiempo he creído –ingenuamente- que la razón por la que, hoy, poca gente cree en Dios es porque no lo ve.

Reconozco mi error. El hombre moderno no tiene en absoluto problemas en creer en cosas invisibles.

Millones de personas en todo el mundo, hablan de conceptos como ‘El inconsciente’, ‘El complejo de Edipo’ y tantos otros fenómenos que aun no han logrado ser fotografiados.

A nadie se le ocurriría no creer en el viento.

Nadie lo ha visto jamás, pero se ven las consecuencias de su paso por el mundo.

Incluso hoy, cuando se habla de energía limpia, se habla de la energía eólica, la energía del siglo que viene, generada por vientos.

¿Quién diría que tanta fuerza se podía lograr de algo que ni siquiera se ve?

Pero tranquilos...Si usted piensa que este es un problema de nuestro siglo, se equivoca. Exactamente esto mismo ocurrió a nuestros antepasados en su travesía por el desierto.


Cuando los hijos de Israel llegaron a Refidim, en el desierto, observaron que no tenían agua para beber.
En ese momento al hallarse sedientos, cuestionaron, tal vez por primera vez en la historia, la existencia de Dios: ‘Está Dios entre nosotros, sí o no?’ (Shemot 17, 7).

En ese momento, cuenta la Torá en el capítulo diecisiete del libro de Éxodo, vino Amalek, enemigo mortal de los hijos de Israel, y atacó traicioneramente al pueblo de Israel.

El Midrash trae una parábola para explicar este suceso:

¿A qué se parecía Israel?

A un niño que iba montado a los hombros de su padre por el mercado, y cada vez que veía algo decía a su padre –como seguramente hace cada uno de sus hijos cuando van al super- ‘¡Comprame!’. Y su padre le compra. Una vez, dos veces, tres veces.

Y de repente, el niño observa que por el mercado va caminando un amigo de su padre.

Le dice el niño: ¿Has visto a papá?
Su padre que lo escucha le dice: ‘¿No te das cuenta que estás montado sobre mis hombros?’.
Lo bajó pues de sus hombros, y vino un perro y lo mordió.

De la misma manera, cuenta el midrash, ocurrió con los hijos de Israel:
Ni bien salieron de Egipto, Dios los rodeó con su presencia, pidieron man, y Dios les dio. Pidieron carne, y Dios les dio, y en realidad les daba todo cuanto necesitaban.

Cuando comenzaron a cuestionar y a preguntarse ‘Está Dios entre nosotros, sí o no?’, les dijo Dios: ‘Les anticipo; vendrá un perro y los morderá’. Este perro, era Amelek.

Dijo Dios: ‘Borraré la memoria de Amalek de debajo de los cielos’ (Shemot 17, 15).

Dios efectivamente, desea borrar la memoria de este traicionero pueblo que nos atacara en el desierto por la retaguardia.

Sin embargo, este Shabat recibe el nombre de Shabat Zajor.
‘Recuerda lo que te hizo Amalek en el camino a vuestra salida de Egipto’.

¿Cómo es posible que en un pasaje de la Torá Dios asegura que borrará la memoria de Amalek de debajo de los cielos, a nosotros nos ordene recordar lo que nos hizo?

Jamás podríamos lograr el cometido...Si Dios deseara borrar su memoria, lo mejor sería que nos ordene olvidar... ¡no recordar!

Lo que en realidad se nos pide, no es que recordemos a Amalek, sino que recordemos el prólogo de de su ataque.
Cuando el pueblo de Israel se olvida de su Dios, se pierde como pueblo.

Cuando el pueblo de Israel se olvida de la Torá, de sus raíces y del motor de su historia, la retaguardia queda al descubierto.


Pero no lo hablo desde una óptica de causa-reflejo.
Cuando el pueblo de Israel se aleja de su identidad, está aceptando y señalando al mundo que la supervivencia de su pueblo importa poco, y allí Amalek ataca.

Cuando leemos la meguilat Ester, observamos que ésta no contiene el nombre de Dios en ninguna de sus páginas.

Nadie duda que fue Dios quien está detrás de la historia, que Dios está presente allí venciendo al malvado Hamán (también Amalekita, él) a pesar de no ser mencionado.

...

En ‘Cien años de soledad’, García Marquez habla sobre una aldea en la que a todos sus habitantes son atacados una extraña enfermedad de olvido, en una suerte de amnesia contagiosa.

La plaga hace que la gente olvide incluso el nombre de los objetos más comunes. Un joven todavía no afectado por el mal, trata de limitar el daño de esta plaga poniéndole una etiqueta a todo:

‘Esto es una mesa’, ‘esto es una ventana’, ‘esto es una vaca, ordeñarla todas las mañanas’.

Y a la entrada del pueblo, sobre el camino, este joven pone dos carteles grandes’. Uno dice ‘Nuestro pueblo se llama Macondo’, y el más grande dice ‘Dios existe’.

Este Shabat Zajor, el Shabat en el que se nos impone el recuerdo, viene a hacer las veces de este cartel.

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